jueves, 19 de febrero de 2015

EL PUSILÁNIME





Había una vez un individuo que carecía casi por completo de voluntad propia, hasta tal punto que un pez abandonado a la corriente de su arroyo sería si acaso todo un rebelde a su lado. Semejante rasgo de su personalidad debutó con premura, haciendo gala en su juventud de ser una persona tremendamente influenciable; por su entorno cercano, por la sociedad, por los cánones establecidos y un ostensible y peripatético etcétera. Cuando comenzó a conocerse, descubrió que amaba el dibujo y la pintura por encima de todas las cosas, pero debido a los ecos que susurraban continuamente a su oído sentenciando que los artistas estaban avocados a no ser más que pobres diablos muertos de hambre, decidió seguir la estela familiar y sacrificarse dejando para otros semejante bohemia. Cursó ingeniería naval, como hiciera su padre y antes que él su abuelo –porque todo esfuerzo conlleva recompensa-. Para sí mismo, esta desorientada alma se decía que ya tendría ocasión de hacer aquello que más le gratificara cuando se granjeara un futuro relativamente acomodado. Y de este modo siete arduos años renunció a sus sueños hasta conseguir el título en el que se había empecinado no se sabe muy bien por qué. 

Quiso el destino, siempre caprichoso, que su país se hallara inmerso en una complicada recesión económica por aquel entonces. Peor aún, su sector era uno de los más castigados en semejante coyuntura debido a una serie de cuestiones socioeconómicas a las que no ha lugar, purgando con extrema frialdad un exceso de profesionales que no sólo estaban tan formados como él, sino que contaban con una dilatada experiencia. El joven pusilánime consideró entonces la idea de emigrar buscando oportunidades en otras latitudes más prometedoras, pero sus relaciones personales le ataban. Como no podía ser de otra manera, también en este plano sus elecciones habían sido desafortunadas al hacer de la inercia su único faro. Tras varias relaciones que resultaron en fracaso –por el hartazgo y desazón que su conducta causaba a largo plazo en sus parejas-, logró una relación al fin estable. El problema residía en que no le llenaba lo más mínimo -una complicación por otra parte absurda para un cualquiera pero insalvable para él-, no estaba en absoluto enamorado ni abrigaba dicha alguna, no era feliz; y aunque se planteaba continuamente acabar con aquella pantomima, le frenaban los miedos. Miedo a hacer daño, miedo a estar de nuevo sólo, a no encontrar a nadie que soportase su acuciado defecto de personalidad, y finalmente a la depresión a la que esa cadena de acontecimientos le conduciría a una mente frágil y resquebrajada como la suya. La inacción siempre resulta más fácil a corto plazo que una ruptura con lo cotidiano, razón por la cual demoraba en el tiempo de forma indefinida todas aquellas decisiones que quería llevar a cabo sin sentirse capaz de hacerlo. En éste, y en casi todos los aspectos. 

Así la vida de nuestro personaje simplemente transcurría, con tan pocos sucesos reseñables que ni tan siquiera ahondaremos en la misma evitando prolongar esta historia con más episodios de los que merece. Baste decir que a medida que el futuro se metamorfoseaba en presente, sus deseos de ahorcar ciertos hábitos no sólo no cristalizaron en algo tangible tal y como había planeado, sino que la propia intencionalidad se disolvió progresivamente. Fruto de la falta de incentivos, vencido por un sentimiento de derrota continua y carente de expectativas. Inmerso en un estado mental de completa sumisión, el pusilánime era ante su devenir poco más que una hoja tambaleándose en el viento. Ya marchito y al borde de su fallecimiento, con el repentino coraje que puede imprimir la falta de consecuencias generada por la certidumbre de no vislumbrar el alba, el pusilánime se pensó a sí mismo. Caviló sobre cada uno de los pasos que había dado, cayó en las numerosas oportunidades desdeñadas, en la falta de osadía para simple y llanamente tratar de haber hecho en su vida aquello que le llenaba el mayor tiempo posible… En ese instante de cisma, comenzó a sentir sus exiguas fuerzas abandonándole y creyó vislumbrar a la misma parca envuelta en un halo de espesa negrura a los pies de su camastro. Sin mediar palabra, ésta alzó sus manos cargando la pesada guadaña con la que siega las almas de aquellos a los que les llega su hora, pero antes de que pudiera asestar el golpe, el pusilánime reaccionó sorprendiendo a la diosa del destino espetándole lo siguiente:

-No deseo partir, no todavía. Ahora al fin soy consciente, debí actuar con arresto y ser el dueño de mi sino, agarrar el timón y cuanto menos surcar las eventualidades que surgieran en la dirección deseada.
-Lo lamento –replicó recobrando la parca su expresión incólume-, de entre todos tus días has ido a mostrar tu bravura cuando acontece aquella única cosa sobre la cual no posees capacidad de decisión alguna. 

Y la fría y afilada guadaña silbó en su descenso. 

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