martes, 13 de enero de 2015

EL SEÑOR DE LAS BESTIAS.



Una masa de cuerpos entrelazados palpitaba y se removía, levemente, pero con cierta frecuencia en la fría oscuridad. Una masa compuesta casi en su totalidad de pelo, patas, uñas y dientes; pero también de algunos retales de cartón, entre los cuales apenas podían discernirse partes de un cuerpo humano. Tomás se despertó tiritando y con sus dientes castañeteando de forma violenta, entre los agujeros de su ajado anorak se filtraba sin compasión alguna un helor que calaba hondamente en sus huesos. Miró a su alrededor, al ovillo que conformaban los cinco perros con los que compartía esta severa forma de vida, gracias especialmente al calor de sus canes podía cerrar los ojos en las noches de invierno y volver a abrirlos una vez más al amanecer. Habría sido difícil hacer distinción entre perros y ser humano respecto a cuál o quién presentaba un aspecto más deplorable, o se veía más aquejado por las pulgas y otros insectos. Y pese a ello, pese al amigo indeseado que suponía el dolor de articulaciones que ya matutinamente se presentaba, pese al frío y el hambre, se sentía reconfortado al ver salir el sol. Su vida no conocía plazos más allá del día a día para sus animales y él, ni más meta que alcanzar ese preciso instante. Él era un animal de manada.

Por las mañanas en el parque se permitía uno de sus pocos y más anhelados placeres: bañarse en los cálidos rayos de sol mientras disfrutaba de la compañía de las palomas. Sus perros, acostumbrados a la presencia de los pájaros, se sentaban alrededor despreocupadamente. Si acaso alguno de ellos hostigaba durante un rato exiguo a las aves por mera diversión, mas sin mucho afán ni grandes pretensiones, las fuerzas eran escasas y convenía aprovisionarlas. Era curioso que a Tomás le resultara terriblemente arduo asociar los nombres de las personas a sus rostros humanos y grabarlos en su memoria, pese a que las conversaciones con sus congéneres se producían cada vez con más dilación en el tiempo; ya que sin embargo, era capaz de poner nombre a casi todas las aves y recordarlos ateniéndose al tapiz de colores y formas que manchaban sus plumajes, a la geometría de sus patas y picos, e incluso a lo aventurada que resultase su conducta a la hora de reclamar alimento. En otras ocasiones acudía a la ribera del mar y se sentaba en una zona pedregosa que no solían frecuentar los bañistas, tan sólo algunos pescadores que también aprovechaban la serenidad que imperaba en el lugar para lanzar sus cañas y recoger, muy de cuando en cuando, el carrete de las mismas; inmersos en algo más similar a una lacónica búsqueda de paz que de peces. En una de estas visitas al mar le impusieron una multa por estar acompañado de sus perros, eso lo recordaba nítidamente: dos señores uniformados le advirtieron de la sanción económica que conllevaba la presencia de sus animales; uno lo trató con relativa amabilidad, el otro lo miró con desdén y tildó de borracho a Tomás cuando se limitó a sujetar con indiferencia el papel que relataba la pena. En su desprecio, el agente parecía ignorar la futilidad de tratar de condicionar conductualmente a quien pernocta en la calle por medio de hacerle pagar una determinada cantidad monetaria que obviamente ni había tenido, ni iba a tener. Tomás, haciendo caso omiso de los mismos volvió al ejercicio que había sido interrumpido por los agentes: la contemplación del punto de fuga del horizonte, allí donde el inabarcable océano se mide con la fastuosidad del cielo. Esa visión le otorgaba una sensación subjetiva mucho más amplia de lo común: de ser nada y todo a la vez, sus problemas se relativizaban por minutos, provenía de y pasaría a ser polvo de estrellas una vez perecido, una mota de polvo y a la vez un agregado de partículas de periodos que distan entre sí millones de años y numerosos confines que apenas podía imaginar. Conforme los dos agentes comenzaron a alejarse, dejó que la suave brisa deslizara la hoja de papel de entre sus dedos yendo a parar al agua, donde la tinta y su contenido se diluyeron progresivamente. Esos asuntos no le incumbían. Él era un animal de manada.

Para llevar algo al estómago, trataba de apañárselas con las limosnas de los transeúntes, mas a decir verdad tampoco se prodigaba mucho en solicitarlas. Se limitaba a esperar y esperar, y cuando apenas había recaudado algunas monedas, esperar más. Tiempo era precisamente lo único que le sobraba. La mayoría de personas trataban de esquivarlo con la mirada, habiéndose asentado en ellos la indiferencia como costumbre; intentando no percibir aquello que pudiera hacerles daño, adjudicándolo a un acto aleatorio, o cuanto menos a causas ajenas a sus personas y acciones. Así su impoluta moral salía indemne un día más; y sus objetivos, sus modos de pensar y de vivir, su modelo de sociedad a fin de cuentas, no se veían sometidos a la complicación de resultar turbados. El resultado era que pasaban a escasos centímetros de él como si no estuviera allí, y Tomás tampoco hacía grandes ademanes por revertir su invisibilidad. De la basura hacía su despensa y obtenía también de vez en cuando con lo que subsistir, pero todo cuanto conseguía de una forma u otra lo repartía a partes iguales con sus perros. Una vez un señor trajeado le ofreció un billete de considerable valor, y al hacerlo, le sonrió mientras espetaba como condición de su entrega que no lo gastara en alcohol. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Aquel hombre, inmerso en un mundo que sistemáticamente anestesiaba su conciencia de otras muchas y variopintas formas, algunas extendidamente toleradas, y otras aún más nocivas al realizarlas de forma inconsciente, le prohibía a él hacer lo propio: no sólo estás en la calle, has de mantenerte lúcido. Qué podía saber el hombre del traje del dolor que suponen las largas horas de reflexión sin conclusiones, del vacío de sentirse un despojo aun rodeado de gente, del anhelo de vaciar tu mente; peor aún, del hecho de vencer a la ansiedad sólo una vez alcanzado el conformismo y abandonada toda aspiración de encontrar una salida. Tomás miró sin ver, mostrando indiferencia también en esa situación, y una vez más, no articuló palabra. El hombre, confuso pero aparentemente con escaso tiempo que perder en su ajetreada rutina diaria, acabó haciéndole entrega del billete. Apenas unos instantes después, Tomás compró algo de vino, a sabiendas de que ese hecho significaba que otras personas como el hombre del traje se abstendrían de darle cualquier limosna. Pero tampoco esos juicios morales y marcos éticos se ajustaban a él. Él era un animal de manada. 

Tomás, no obstante, invertía dinero cuando le era posible en algo mucho más nutritivo aun no siendo intrínsecamente necesario para subsistir; más bien se trataba de ciertos objetos que lo ayudaban, en cierto modo, a existir. Algo que probablemente también habría reprobado el señor trajeado: tizas de colores. Con ellas elaboraba en pilas de puentes, columnas, portales, etc.; es decir, allá donde su inabarcable imaginación percibiera un sugerente lienzo, obras cargadas de un excepcional surrealismo, a menudo meros bocetos que no por ello carecían de una enorme sensibilidad y gracia artística. Predominaban como motivos seres animales que nacían de entremezclar diversas razas, cuyas para más inri extrañas proporciones e insólitos parajes de los que emanaban acentuaban la sensación de proceder de realidades inverosímiles, en ocasiones distópicas. Pero su mejor galería era sin duda alguna los muros que delimitaban el perímetro de su parque favorito, pese a que la exposición a la intemperie hiciera sus delicadas creaciones aún más efímeras. El particular Jardín de las Delicias de Tomás poseía vida propia, un espacio cambiante que ofrecía prácticamente cada día algo nuevo o distinto. De tal modo la gente comenzó a sentirse atraída y a fijarse más en sus creaciones que en su aspecto o su compañía. Los adultos traían a sus niños quedándose ambos embelesados y todos comentaban después con pasmo sus dibujos, algunas personas traían comida para él y sus perros, e incluso ropa de abrigo y mantas. Tomás, en esta breve etapa de su vida, llegó a ser apreciado por la sociedad que le rodeaba por vez primera, dando paso el repudio a la fascinación ante su voluble e irrepetible contribución al arte y al entorno urbano. Ocurrió que con el natural devenir del tiempo, pero sometido además a la dura situación en la que vivía, Tomás sufrió un veloz envejecimiento que lo hizo sentirse progresivamente menos activo. Sus creaciones surrealistas que eran irónicamente casi su único nexo con la realidad, le reportaban el mismo beneficio, pero ya no podía dedicar a ello tanto tiempo. Los bonitos murales fueron tornándose hoscos borrones, y allí ya no había un nuevo diseño que los reemplazara. El respeto y admiración granjeados, fueron dando paso una vez más a la indiferencia en primera instancia, hasta alcanzar de nuevo el puro rechazo después. Su contribución ya no resultaba compensatoria de su presencia, sino todo lo contrario; la degradación de las pinturas trajo consigo una concepción antiestética para el parque, para sus dibujos, y especialmente negativa para él y sus perros. Tanto fue así que comenzaron a ponerle trabas, lo conminaron amablemente pero de forma reiterada a que no habitara el parque y a que no siguiera pintando. Incluso llegaron a confiscarle las tizas en varias ocasiones. Tomás volvía a ser lo que en definitiva nunca había dejado de ser: un animal de manada.

Un día Tomás y su manada desaparecieron sin más del parque, nadie sabe a ciencia cierta qué fue de él, de hecho, pocos son siquiera los que se formularon esa pregunta y menos aun los que recuerdan su legado y continúan haciéndosela hoy día. Del recinto han sido limpiados todos los restos de sus murales, borrando cualquier vestigio de su paso y de su peculiar ingenio. La vida que imbuía al lugar, desaparecida con él. Cualquier atisbo de mágico desorden ha vuelto a dar paso al entorno monótono, planificado y rutinario, espejo de una ciudad gris y de la cotidiana vida de quienes la habitan día tras día. Tan sólo en unas pocas localizaciones más guarecidas queda un pequeño rastro de él, de sus dibujos y bosquejos, ante los cuales ya nadie parece tener la capacidad de percibir la autoría de su incomparable estilo. En la orilla del mar la gente mira, pero no observa el horizonte. Nadie bautiza a las palomas. Tomás se desvaneció con su manada, y su arte se encuentra en las postrimerías. El único medio de expresión que fue capaz de hacer llegar a una sociedad que siempre le fue ajena, la inefable huella de su paso por este mundo, se emborrona día tras día, destinada también a su desaparición.