Había una vez un
individuo que carecía casi por completo de voluntad propia, hasta tal punto que
un pez abandonado a la corriente de su arroyo sería si acaso todo un
rebelde a su lado. Semejante rasgo de su personalidad debutó con premura,
haciendo gala en su juventud de ser una persona tremendamente influenciable; por
su entorno cercano, por la sociedad, por los cánones establecidos y un
ostensible y peripatético etcétera. Cuando comenzó a conocerse, descubrió que amaba
el dibujo y la pintura por encima de todas las cosas, pero debido a los ecos que
susurraban continuamente a su oído sentenciando que los artistas estaban
avocados a no ser más que pobres diablos muertos de hambre, decidió seguir la
estela familiar y sacrificarse dejando para otros semejante bohemia. Cursó
ingeniería naval, como hiciera su padre y antes que él su abuelo –porque todo
esfuerzo conlleva recompensa-. Para sí mismo, esta desorientada alma se decía
que ya tendría ocasión de hacer aquello que más le gratificara cuando se
granjeara un futuro relativamente acomodado. Y de este modo siete arduos años
renunció a sus sueños hasta conseguir el título en el que se había empecinado
no se sabe muy bien por qué.
Quiso el destino, siempre
caprichoso, que su país se hallara inmerso en una complicada recesión económica
por aquel entonces. Peor aún, su sector era uno de los más castigados en
semejante coyuntura debido a una serie de cuestiones socioeconómicas a las que
no ha lugar, purgando con extrema frialdad un exceso de profesionales que no
sólo estaban tan formados como él, sino que contaban con una dilatada
experiencia. El joven pusilánime consideró entonces la idea de emigrar buscando
oportunidades en otras latitudes más prometedoras, pero sus relaciones
personales le ataban. Como no podía ser de otra manera, también en este plano
sus elecciones habían sido desafortunadas al hacer de la inercia su único faro.
Tras varias relaciones que resultaron en fracaso –por el hartazgo y desazón que
su conducta causaba a largo plazo en sus parejas-, logró una relación al fin
estable. El problema residía en que no le llenaba lo más mínimo -una complicación
por otra parte absurda para un cualquiera pero insalvable para él-, no estaba
en absoluto enamorado ni abrigaba dicha alguna, no era feliz; y aunque se
planteaba continuamente acabar con aquella pantomima, le frenaban los miedos. Miedo
a hacer daño, miedo a estar de nuevo sólo, a no encontrar a nadie que soportase
su acuciado defecto de personalidad, y finalmente a la depresión a la que esa cadena de
acontecimientos le conduciría a una mente frágil y resquebrajada como la suya. La
inacción siempre resulta más fácil a corto plazo que una ruptura con lo
cotidiano, razón por la cual demoraba en el tiempo de forma indefinida todas
aquellas decisiones que quería llevar a cabo sin sentirse capaz de hacerlo. En
éste, y en casi todos los aspectos.
Así la vida de nuestro
personaje simplemente transcurría, con tan pocos sucesos reseñables que ni tan
siquiera ahondaremos en la misma evitando prolongar esta historia con más episodios
de los que merece. Baste decir que a medida que el futuro se metamorfoseaba en
presente, sus deseos de ahorcar ciertos hábitos no sólo no cristalizaron en
algo tangible tal y como había planeado, sino que la propia intencionalidad se disolvió
progresivamente. Fruto de la falta de incentivos, vencido por un sentimiento de
derrota continua y carente de expectativas. Inmerso en un estado mental de
completa sumisión, el pusilánime era ante su devenir poco más que una hoja
tambaleándose en el viento. Ya marchito y al borde de su fallecimiento, con el
repentino coraje que puede imprimir la falta de consecuencias generada por la
certidumbre de no vislumbrar el alba, el pusilánime se pensó a sí mismo. Caviló
sobre cada uno de los pasos que había dado, cayó en las numerosas oportunidades
desdeñadas, en la falta de osadía para simple y llanamente tratar de haber
hecho en su vida aquello que le llenaba el mayor tiempo posible… En ese instante
de cisma, comenzó a sentir sus exiguas fuerzas abandonándole y creyó vislumbrar
a la misma parca envuelta en un halo de espesa negrura a los pies de su
camastro. Sin mediar palabra, ésta alzó sus manos cargando la pesada guadaña
con la que siega las almas de aquellos a los que les llega su hora, pero antes
de que pudiera asestar el golpe, el pusilánime reaccionó sorprendiendo a la
diosa del destino espetándole lo siguiente:
-No deseo partir, no
todavía. Ahora al fin soy consciente, debí actuar con arresto y ser el dueño de
mi sino, agarrar el timón y cuanto menos surcar las eventualidades que
surgieran en la dirección deseada.
-Lo lamento –replicó recobrando
la parca su expresión incólume-, de entre todos tus días has ido a mostrar tu bravura
cuando acontece aquella única cosa sobre la cual no posees capacidad de
decisión alguna.
Y la fría y afilada
guadaña silbó en su descenso.